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El cacique de Tezoatega

En las regiones de las costas del Mar Pacífico, desde la isla de Iagüei hasta el tormentoso Chorotega, desde el esbelto San Cristóbal (Padre de los Marrabios) hasta el decrépito Cosigüina, se asienta la exuberante llanura de Chinantla, señorío de la aguerrida tribu nagrandana.

Las milpas lucían frondosas sus cuchillas de esmeraldas, porque Centeotl había pasado besándolas. El indio estaba alegre: Tlaloc había rezongado sobre la cordillera y pronto caería de los cielos el agua de los dioses buenos. Ya Dax-Kalú había dejado prendida en las faldas de los montes su cabellera de oro y se hundía tras la raya plúmbea de un ocaso moribundo.

Se encendían ocotes en los Chinamitl donde los indios apuraban en cumbas la efervescente y embriagante Lya-Mítaú.

En la mansión real el viejo cacique Acayeti deliberaba en consejo.

Hablaban del regreso de Agateyte, el único descendiente de Acayeti y, por lo tanto, heredero al trono de Tezoatega.

El Nahual había dicho que el joven indio se encontraba en peligro; de ahí la preocupación que reinaba en el poblado indígena.

Agateyte era guerrero a la vez que cazador. Cuántas veces allá en la cordillera Maribia su formidable puntería dejó clavada la flecha en la paleta de un venado, y cuántas veces el pedernal de su lanza se había hundido en el testuz del jabalí.

Acayetl estaba viejo y se había vuelto filósofo.

Era muy creyente en el nahualismo copio fiel descendiente de la tribu nagrandana. Ahuitzotl, bravo guerrero, conquistador de estas tierras había traído consigo las costumbres pipiles, y después, con la invasión de estos últimos a las costas del Golfo de Chorotega, los pueblos nagrandanos se fueron mezclando, poco a poco, con pipiles.

En la tribu de Acayetl había numerosos y buenos guerreros, además de una población civil extensa.

Acayetl había sido casado con una princesa pipil, habiendo tenido únicamente un hijo, el mismo que ahora se encontraba ausente de su padre.

El viejo cacique quedó viudo desde muy joven, habiendo tenido Agateyte que ser amamantado por una Chichithua de la tribu.

Desde entonces Acayetl no había vuelto a tomar una rabagú (mujer) que le sirviera de compañera.

Era magnánimo y sabía impartir la justicia entre sus súbditos, por lo que era muy querido.

Se interesaba sobremanera por los asuntos del Estado y le había dado un gran impulso a la agricultura. (Cuando los españoles llegaron a Tezoatega se admiraron de ver el adelanto de los nagrandanos, pues tenían hermosas y bien cultivadas sementeras de maíz y grandes corrales de piedras donde había toda clase de animales montaraces).

A menudo se le miraba conversando en su Chinamitl con el Nahual de la tribu, pues no ejecutaba antes una maniobra de guerra o una invasión a los pueblos vecinos sin consultar por medio del hechicero con Ahulneb (dios de la guerra).

Pero esta vez Acayetl no consultaba el futuro de un combate ni la buena cosecha de las milpas.

Se trataba de la vida de su hijo,que hacía varios días se había marchado con rumbo al territorio de los Chontales, con quienes los nagrandanos sostenían a menudo guerras por la posesión de los ocotales de la cordillera Maribia. Aunque Agateyte se había ausentado del pueblo con cuatro de los mejores guerreros, en el consejo de ancianos existía preocupación y ansiedad por la suerte del futuro cacique de Tezoatega.

Acayetl salió del Chinamitl y fijando la mirada sobre la cordillera se dibujó en su frente una arruga como muestra de su preocupación. Sabía que Agateyte estaba enamorado de Zuhuy, una hermosa joven india hija de su enemigo el cacique Chontal, cuyos dominios se extendían al otro lado de la cordillera Maribia sobre una verda llanura que se prolonga hasta las tierras del Lempira.

Entre las sombras de la noche una piragua se desliza cautelosa.

Cuatro remeros la hacen avanzar con vigor cortando con la quilla las aguas del Estero Real.

Una brisa salobre que llegaba del Golfo mecía los mangles, despabilando a las aves marinas que chillaban entre el ramaje.

Zuhuy en un extremo de la embarcación iba recostada sobre el brazo de su amado.

Pesadas gotas de sangre se desprenden del rostro de Agateyte y van a caer sobre los pechos desnudos de la india.

Pero la herida que sufre el indio es poca cosa ante la hazaña acometida, y sonriente fija sus ojos negros como la misma noche en el rostro dulce de Zuhuy.

Agateyte de pronto da una orden y la piragua enfila su proa hacia la ribera izquierda, ocultándose entre el angosto pasadizo de una caleta. El golpe acompasado de varios remos acusaba la presencia de piraguas enemigas; la certeza del indio esquivó el encuentro cuando a los pocos momentos cuatro piraguas con la velocidad del viento bajaban el estero.

Pasado que hubo el peligro, la piragua fugitiva se deslizó nuevamente con cautela, rozando las raíces largas de los mangles.

Agateyte en la proa escudriñaba las sombras previendo un ataque de sorpresa. Densos nubarrones se desgajaban de la cordillera en dirección al golfo; la brisa soplaba con fuerza y se oía en la montaña el clamor de los vientos que rezaban como en un coro de titanes la oración panteísta de los dioses.

El estampido del trueno se fue rodando como una inmensa bola sobre las faldas de los montes, para luego perderse en la llanura en un eco moribundo.

Parpadeaban los relámpagos y la rayería como potro encabritado se desbocaba en la selva en un pandemóniun de luces y de fuego. Se picaron las aguas, haciendo bailar a la piragua que navegaba amparada en la borrasca.

La lluvia caía con fuerza acompañada de heladas ráfagas que azotan ban el rostro de los fugitivos, y desde lejos como un tropel de bestias salvajes se oía el rumor del viento que golpeaba la cresta de la selva.

Entre las claridades del relámpago que iluminaba el alma de le noche, la piragua de Agateyte llegaba por fin a su destino.

Poco a poco el cielo se fué despejando y apareció Metztli en todo su esplendor pintando de plata el bosque y la montaña.

El regocijo fué general por el regreso de Agateyte.

El Consejo de Ancianos, los sacerdotes y capitanes del ejército, por orden de Acayetl se habían reducido en su Chinamitl.

El Cacique quería depositar el poder en la primera luna del siguiente mes en manos de su híjo.

El destino de Tezoatega y el poderío de la tribu nagrandana iba a depender de la inteligencia del joven y bravo guerrero Agateyte.

Llegó el día en que Agateyte fué proclamado jefe, los heraldos recorrieron los caminos llevando la nueva a los pueblos nagrandanos, que llenos de regocijo acudieron a rendir el tributo que los dioses exigían como una recompensa por el nuevo jefe que de esa hora en adelante iba a dirigir los destinos del pueblo nagrandano.

NOTA: Cuando los españoles llegaron a Tezoatega, el único cacique con barba que encontraron fue Agateyte. Este se dejó crecer la barba para ocultar la cicatriz que le dieron los chontales cuando se raptara a Zuhuy.


Leyendas recogidas de http://www.manfut.org/leyendas/leon.html

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