Hay misterios insondables en la vida, que nunca se han podido esclarecer y que se hacen más impenetrables a medida que se adentran en la noche del tiempo.
Naufragios de buques, tesoros de piratas escondidos en las costas; galeones hundidos con fortunas fabulosas dentro de sus bodegas; ánimas en pena de españoles como la de Diego Izquierdo, que vaga en las quietas noches de verano en los dilatados llanos segovianos con una luz en la mano custodiando su tesoro.
Como la del Coronel Arechavala, que se aparece con todos los arreos de su rango militar montado en brioso corcel cuyos cascos suenan sobre las piedras de las calles leonesas despertando ecos dormidos de una época pretérita.
Templos hundidos y cargados de leyendas que datan del tiempo de la Conquista , como los que existen en el histórico Realejo.
Todas esas cosas se presentan ante nuestros ojos rodeadas de una nebulosidad que el tiempo se ha encargado de cubrir.
Pero el mar, ese mar de que nos habla Julio Verne, en sus "Veinte mil leguas de viaje submarino", y Víctor Hugo nos describe con todos sus horrores en su famosa novela "Los trabajadores delmar", que creó cuando vivió desterrado en la isla de Guernesey, risueño peñasco de la pintoresca provincia normanda; ese mar que guarda en sus entrañas una fauna y una exótica vegetación, dibuja en el cerebro del hombre una incógnita, una enorme incógnita que los grandes exploradores submarinos como Piccard no han podido descubrir.
Aunque mi escrito está lejos de presentar a un Capitán Nemo escudriñando las profundidades del mar, o a un Gilliatt en singular combate con un pulpo; pero sí presenta un cuadro trágico que sucedió hace muchos años en el Golfo de Fonseca, en esa gigantesca herradura bordeada de cerros, manglares y campiñas pintorescas que une a tres repúblicas hermanas.
Sucedió en Pascua. Era la madrugada del 26 de Diciembre de 1924. En la costa del pequeño puerto de El Tempisque cinco hombres alumbrados por la trémula claridad de un candil, hacen esfuerzos por desembarcar un bote y echarlo al agua. Cinco hombres de los cuales los nombres de cuatro han sido ya tachados por la mano del destino. La embarcación va cargada de víveres y algunas botellas de ron. Al despertar el alba despegan de la costa fangosa y se adentran por el ancho camino de agua.
Elías Montealegre es el dueño del bote; va acompañado de un sirviente, tres expertos salineros y un individuo morfinómano llamado Juan Antonio Romero.
El bote puso proa en dirección al Golfo para rumbear después hacia las costas cosigüineñas donde Elías es dueño de una salinera. Un poco antes del mediodía los tripulantes avistaron la boca del Golfo.
Comenzaron a sentir el viento y los hombres se aprestaron a poner la vela. La embarcación sorteaba las olas con ligeros cabeceos que salpicaban de agua los cuerpos de los hombres.
El Golfo era como una inmensa sábana gris en cuyas márgenes del norte apenas visible se presentaba la banda de las costas hondureñas, y como una sombra esfuminada, la sombra de El Conchagua.
No había una nube que aplacara un poco los calcinantes rayos del sol. A las dos de la tarde los tripulantes de la lancha echaron fondo debido a que se había desatado un terral (1) y era peligroso navegar en tales circunstancias. Estaban frente al lugar llamado Punta Arenas a la ojeada de unos ranchos que servían de albergue a varios ostioneros. La tempestad parecía tomar fuerzas cada vez.
El viento silbaba levantando olas inmensas donde el bote era un mísero juguete debatiéndose vanamente por salir de las corrientes que lo empujaban golfo adentro. Al avanzar, también retrocedía; se inclinaba a babor y estribor y, como si fuera algún animal queriendo coger resuello, levantaba la proa bruscamente, para caer después en un abismo.
Así pasaron toda la tarde aquellos desgraciados prisioneros de la muerte, alejándose cada vez más de la orilla, perdiendo toda esperanza de que un norte los aventara a los manglares.
El Golfo se puso negro y de vez en cuando se oían confusamente ruidos que provenían de la resaca al estallar en los farallones. Cayó la noche y con ella una lluvia fuerte y pertinaz que hacía temblar de miedo a los ranchos de los no menos atemorizados ostioneros, en cuyos ojos quedaron dibujadas las siluetas de aquellos cinco hombres qeu eran víctimas de un trágico destino.
*
Dos días después de la tempestad, un viejecito, cuidador de mora en el lugar llamado "El Chorro", venía en su bote de trancar una caleta (2), cuando encontró a la trágica embarcación prensada entre las raíces de la ñanga (3).
Al acercarse, los ojos del viejo cuidador escaparon de salirse de sus órbitas al descubrir en el fondo a cuatro hombres apiñados que parecían dormir, pero que en verdad estaban muertos.
La incógnita surgió entonces en la mente de aquel hombre. ¿De dónde procedían aquellos hombres? ¿Por qué eran cadáveres si no presentaban en sus cuerpos señales de herida? ¿Habían perecido por el frío? ¿Fueron envenenados? ¡Qué misterio encerraban aquellos cuerpos encontrados en la caleta de un manglar! El viejecito remolcó el bote y lo condujo a su rancho que estaba a la vera de un estero, dando aviso a las haciendas inmediatas del macabro hallazgo.
El misterio que envolvía aquella tragedia persistió por mucho tiempo.
Los familiares de Elías agotaron los medios para descubrir aquella incógnita, pera todo fué en vano.
Pasaron muchos años, y el tiempo se encargó de cubrir con un velo aquella tragedia que enlutó un hogar.
El recuerdo quedó solo para los deudos y amigos íntimos de los muertos. hasta que un día el General Silvestre Herradora descorrió el velo del misterio al decirle a uno de los parientes de Elías que, los tripulantes de la lancha no habían muerto de frío ni de hambre.
El General Silvestre Herradora narró lo siguiente: -Estaba yo cierto día tomando copas en una cantina de Amapala en compañía de Juan Antonio Romero.
Ya habíamos escanciado una botella cuando mi compañero, con los vapores del alcohol en toda su acción, me dijo con palabras entrecortadas por el hipo, estas frases: "Todo el licor que está aquí podés tomarlo, menos el de ésta". Y sacando de su bolsa una botella me aclaró: "Porque ésta contiene morfina y te puede suceder lo mismo que a los del bote en el Golfo de Fonseca".
El misterio por tantos años oculto estaba aclarado.
Se tomaron todo el ron que llevaban, y ya ebrios confundieron el litro de aguardiente con morfina que acostumbraba tomar a sorbos Juan Antonio, y ellos se lo apuraron a tragos, muriendo pocas horas después, envenenados.
Al arrojarlos el viento a las costas de El Chorro, Juan Antonio abandonó la lancha macabra y se dirigió a su casa a campo traviesa, ocultando la verdad de la cual él era el único testigo.
Juan Antonio Romero, sin duda y es la única forma en que se puede explicar, anestesiado ligeramente con aquella droga, no se dió cuenta que sus compañeros brindaban en aquellas copas mortales el trance solemne hacia lo desconocido.
SIGNIFICADO DE LAS PALABRAS CONTENIDAS
(1) Terral: Viento huracanado que se desata en el Golfo.
(2) Trancar una caleta: Poner en la boca de la misma redes durante la marea alta para atrapar el pez cuando la marca baja.
(3) Ñanga: Lodo podrido que existe sólo en playas y esteros donde se encuentran las conchas y cascos de burro.
Leyendas recogidas de http://www.manfut.org/leyendas/leon.html
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