El Canal Interoceánico y las Amenazas a la Sobernanía
A raíz de la Independencia , los nuevos Estados centroamericanos descubrieron que las relaciones internacionales no se regían por los principios de reciprocidad y respeto mutuo, sino por el derecho del más fuerte. La política exterior de las potencias se basaba en el ejercicio del poder militar para expandir sus zonas de influencia.
Nicaragua fue uno de los países más afectados por las rivalidades geopolíticas, debido a la importancia estratégica de su territorio para la comunicación entre los océanos Atlántico y Pacífico. La competencia entre Estados Unidos y Gran Bretaña por el control de esta ruta interoceánica puso en grave peligro la soberanía nicaragüense durante las primeras cuatro décadas de vida independiente.
El Protectorado Británico sobre la Mosquitia
A raíz de la ruptura de la Federación , el gobierno nicaragüense emprendió con ahínco la búsqueda de inversionistas extranjeros para construir un canal interoceánico aprovechando las aguas de los grandes lagos interiores y su desaguadero en el Caribe, el río San Juan. En 1840, el ingeniero británico John Baily concluyó un estudio topográfico de la ruta interoceánica, y argumentó la posibilidad de abrir un canal para barcos comerciales a un costo de veinticinco millones de dólares. Sin embargo, en vez de capital y tecnología, el proyecto atrajo las ambiciones geopolíticas de las potencias.
En febrero de 1840, John L. Stephens - agente diplomático confidencial del presidente norteamericano Van Buren – viajó a Nicaragua donde se entrevistó con el ingeniero Baily y tomó detalladas notas sobre los resultados de su estudio. Este hecho alarmó al cónsul británico Frederick Chatfield, quien explicó a su gobierno la urgencia de restablecer el protectorado sobre la Costa de la Mosquitia , e incluir dentro de su jurisdicción el estratégico puerto de San Juan de Nicaragua, terminal de la ruta interoceánica en el Caribe.
En octubre de 1842, el cónsul Chatfield se presentó en León y respaldó oficialmente la alegada jurisdicción del rey miskito sobre el estratégico puerto, lo que provocó una larga polémica sobre Derecho Internacional. Apelando al concepto de Derecho Postliminium o de Propiedad Original, los gobernantes nicaragüenses argumentaban que, al separarse de la metrópoli, cada Estado hispanoamericano quedaba en posesión del espacio geográfico que le había sido demarcado por la administración colonial. Por su parte, Chatfield alegaba que la única fuente de soberanía sobre un territorio era su ocupación efectiva y, puesto que la presencia de España en la Mosquitia había sido tan sólo nominal, Nicaragua no podía reclamar herencia alguna.
Prosiguiendo con sus planes, en junio de 1844 fuerzas navales británicas ocuparon Bluefields, entonces habitado por unos quinientos creoles de origen afro-antillano, y trasladaron allí la sede de la corte del adolescente rey miskito George Augustus Frederick.
El siguiente paso fue la usurpación violenta de la terminal atlántica de la ruta interoceánica. El 1° de enero de 1848, ciento cincuenta soldados británicos desembarcaron en San Juan del Norte, arriaron la bandera de Nicaragua, y nombraron Gobernador del puerto a Jorge Hodgson, en representación del rey de la Mosquitia.
Cuando las tropas invasoras se retiraron, el ejército nicaragüense apresó a Hodgson, pero el 8 de febrero tres barcos de guerra británicos ocuparon de nuevo el puerto, así como los fuertes de El Castillo y San Carlos. Tomaron como rehenes a varios altos funcionarios, y obligaron al gobierno de Nicaragua a firmar un armisticio por el cual convenía en dejar San Juan del Norte en poder de los representantes de Gran Bretaña mientras procuraba resolver el conflicto por medios diplomáticos.
De la Doctrina Monroe al Destino Manifiesto
Indefensos ante el poderío británico, los gobernantes nicaragüenses buscaron el apoyo de Estados Unidos, confiados en la proclama de solidaridad continental frente a las monarquías europeas, anunciada por el Presidente Monroe en 1823. Desconocían, empero, que hacia mediados del Siglo XIX el gobierno norteamericano había optado por una política exterior más pragmática, pues compartía con su antigua metrópoli no sólo intereses económicos, sino también la arrogante creencia en la superioridad de la raza anglo-sajona.
Por ello, cuando el cónsul estadounidense en Centroamérica remitió a sus superiores en Washington una detallada exposición sobre los planes del cónsul británico para apoderarse de la ruta canalera, el Presidente Polk se quedó de brazos cruzados. En realidad, dicho mandatario se hallaba muy ocupado impulsando la expansión territorial de los propios Estados Unidos. Entre 1846 y 1848, entabló una cruenta guerra con México hasta arrebatarle la mitad de su territorio, desde Texas hasta California.
Hasta entonces, los Estados Unidos volvieron los ojos al istmo centroamericano. Su interés creció en el contexto de la llamada "fiebre del oro": una migración masiva hacia California, estimulada por la propaganda sobre el hallazgo de fabulosas minas de oro. En 1849, el nuevo presidente estadounidense, General Zacharias Taylor, envió a Ephraim G. Squier a Nicaragua en calidad de Ministro Plenipotenciario, con la misión de asegurar la apertura de la ruta interoceánica al torrente de colonizadores en ruta hacia California.
Taylor advirtió a Squier que se abstuviera de involucrar a su gobierno en controversias innecesarias con Gran Bretaña; pero al llegar a su destino el joven diplomático pronto olvidó sus instrucciones. Presentándose como un verdadero heraldo de la Doctrina Monroe , suscribió de inmediato un proyecto de tratado diplomático cuyas cláusulas comprometían al gobierno norteamericano a defender la soberanía territorial de Nicaragua.
Agradecido, el Director Supremo Norberto Ramírez otorgó a la American Atlantic and Pacific Ship Canal Company, presidida por el magnate Cornelius Vanderbilt, una generosa concesión que le aseguraba derechos exclusivos sobre la ruta canalera, así como el monopolio de la navegación por vapor en los lagos y ríos nicaragüenses.
El Mítico Canal Interoceánico
Ante los ojos de los gobernantes nicaragüenses, el cumplimiento del destino geográfico de Nicaragua parecía inminente. En los periódicos de la época se aseguraba que la apertura del canal daría lugar a una revolución en el comercio mundial que estimularía la agricultura y la explotación de las riquezas del país. Tocada por la mano de la industria y la tecnología, la naturaleza salvaje se inclinaría al servicio del bienestar humano. Esta repentina metamorfosis ya se daba por un hecho en un editorial de El Correo del Istmo de Nicaragua:
“La abundancia y la prosperidad se apoderan de nosotros. Esta reducida faja, que no ha mucho se veía sencilla y sin arte, se presenta ya bordada ricamente con los diversos matices que le prestan la industria y el cultivo: nuestras chozas se convierten en palacios: nuestras ciudades levantan sus cabezas: estos lagos inservibles presentan ya un aspecto grandioso y animado: este país en fin que poco ha se veía selvático e inculto, llama ya la atención del universo: el comercio le considera su centro, la ilustración pone en él su asiento: la gloria, en fin, el contento, las delicias y la felicidad humana se brindan espontáneamente a los dichosos habitantes de este paraíso terrenal”.
Muchos nicaragüenses imaginaban que bastaría asentarse cerca de la ruta providencial para disfrutar del torrente de riquezas que pronto inundaría el país. Gregorio Juárez, uno de los principales intelectuales de la época, instó al gobierno a divulgar cuál sería el trazado definitivo de la obra canalera, pues:
“Semejantes conocimientos puestos al alcance de todos, facilitarán a cada uno de los hijos del Estado, los medios de colocarse de una vez en el mejor lugar: y a semejanza de un plantío bien arreglado que solo aguarda la lluvia, o el riego para crecer y fructificar, les veremos llenos de prosperidad tan luego como el torrente de riquezas, intelectuales y materiales, atraviese nuestro suelo fecundo en tesoros de todo género”.
Las Voces de la Cordura
Sin embargo, a la par de esta retórica grandilocuente en torno al proyecto canalero, también se dejaban escuchar algunas voces de cordura. Por ejemplo, en una carta pública se recriminó a los gobernantes que por vivir “en eterna expectativa del gran canal Oceánico” descuidaban tareas urgentes que podían realizarse con recursos propios del país. Tal paradoja, observó este pragmático ciudadano, confirmaba la sabiduría del refrán popular: “Siempre lo mejor ha sido enemigo de lo bueno”.
El intelectual granadino Pedro Francisco de la Rocha también ridiculizó la mitificación del proyecto canalero como solución inmediata a los problemas del país. El progreso – argumentó - sólo podría alcanzarse mediante una profunda reforma a los planes de educación universitarios, pues a veinticinco años de la independencia aún se conservaban intactos aquellos heredados de la Colonia.
Como muestra de las graves consecuencias del obsoleto sistema educativo – observó - todos los universitarios podían disertar sobre el proyecto del canal “con una vocinglería fastuosa, como quien discute en alguna clase o acto público sobre un certamen teológico o de derecho canónico”, pero no había un solo estudiante capaz de levantar un plan topográfico de la ruta interoceánica.
El astuto empresario Vanderbilt no disponía de tiempo para los ensueños inspirados en el canal interoceánico. Luego de algunos tropiezos en su búsqueda de fondos para canalizar el istmo, echó a un lado el costoso proyecto inicial y se aseguró el monopolio del lucrativo negocio de transportar pasajeros entre California y Nueva York a través del territorio nicaragüense. Peor aún, los voraces administradores de su compañía empezaron a evadir el pago de dividendos al gobierno de Nicaragua, alegando pérdidas pese a un flujo mensual de mil pasajeros por la ruta.
Mientras tanto, Estados Unidos y Gran Bretaña acordaron zanjar sus diferencias. Centroamérica ya no era una zona prioritaria para los intereses británicos, pues esta potencia ya tenía suficientes problemas con su expansión en la India y la China. Además , ambas naciones compartían una arrogante visión sobre la superioridad de la raza anglo-sajona, por lo que procuraron complementar sus intereses en vez de enfrentarlos.
En efecto, en su discurso de presentación de credenciales como Ministro Plenipotenciario de Gran Bretaña en Washington, Sir Henry Bulwer hábilmente entretejió la justificación ideológica del colonialismo británico –“the white man’s burden”- con la idea del “Destino Manifiesto” que santificaba el expansionismo continental de los Estados Unidos como una misión altruista:
“Nuestras naciones hablan la misma lengua: proceden de la misma raza, y parecen igualmente encargadas por la Providencia de la misma misión gloriosa de ilustrar el nombre anglosajón, extendiendo los mejores intereses de la civilización en las dos grandes divisiones del mundo”.
El Presidente Taylor correspondió en los mismo términos a los halagos británicos, y el 19 de abril de 1850, los gobiernos de Estados Unidos y Gran Bretaña firmaron el Tratado Clayton-Bulwer. A primera vista, sus cláusulas parecían beneficiosas, pues ambas potencias se comprometían a abstenerse de construir bases militares o establecer colonias en Centroamérica, y se constituían en garantes de la neutralidad de la ruta interoceánica.
Sin embargo, una vez ratificado, el Ministro Plenipotenciario británico aclaró que el tratado no era retroactivo; por tanto, no implicaba la devolución de territorios previamente "adquiridos" por Gran Bretaña, tales como Belice, Roatán y la Mosquitia nicaragüense, lo que significó otro golpe para el inexperto gobierno nicaragüense.
La política exterior expansionista de Estados Unidos cobró mayor vigor bajo el gobierno del Presidente Pierce, quien había llegado al poder gracias al apoyo de una organización secreta sureña denominada la “Orden de la Estrella Solitaria ”. En su discurso de toma de posesión, el mandatario proclamó:
“Mi administración no será dominada por ningún tímido pronóstico sobre los males de la expansión. No debe en verdad disimularse que nuestra actitud como nación, y nuestra posición en el globo, hacen la adquisición de ciertas posesiones, que no están dentro de nuestra jurisdicción, eminentemente importante para nuestra protección, y acaso en lo futuro, esencial para la conservación del comercio y la paz del mundo”. El imaginario del Destino Manifiesto, que presentaba el expansionismo territorial de los Estados Unidos como un designio de la Providencia divina, se hallaba hondamente impregnado de una ideología racista basada en la noción de la superioridad anglosajona. Al margen de su condición socioeconómica, la población blanca estadounidense compartía la creencia de que correspondía a esta raza de la especie humana dominar o sustituir a sus congéneres inferiores. Ello contribuyó a crear un consenso a favor de la expulsión o exterminio de los indios americanos, e impregnó la campaña militar contra México. Tan sólo los políticos nicaragüenses parecían estar ciegos ante los signos de los tiempos. Pronto, sus disputas políticas abrirían las puertas a la invasión de los filibusteros encabezados por William Walker.
Fuente: Nicaragua: Identidad y Cultura Política (1821-1858), por Frances Kinloch Tijerino, Managua: Banco Central de Nicaragua, 1999.
Artículo rescatado de http://www.cancilleria.gob.ni/sjacinto/noticias/separata_3.shtml
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