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Un güegüe me contó

En el principio, al comienzo de todo, Nicaragua estaba vacía. Vacía de gente, pues. Había tierra y había lagos, lagunas y ríos. Y muchos ojos de agua.
Pero no había ni mujeres ni hombres para mirarlos. Las mojarras y los guapotes, también los cangrejos, eran dueños de las aguas y vivían en ellas y hacían en ellas lo que les salía...

También estaban los cenzontles y los colibríes volando alrededor de las flores y los zanates instalados en los árboles.

Y estaban los árboles: el jocote, el granadillo, el jícaro, el malinche, el chilamate, el cedro real y un poco de árboles más.

Los perros zompopos corrían entre las piedras y los garrobos salían a tomar el sol sin que nadie los molestara.

Coyotes, conejos, leones y dantos andaban de vagos por el monte y se hartaban tranquilos.

Ya estaban los volcanes cocinando lava y botando humo, pero todavía no había nadie en Nicaragua.

Nuestra tierra estaba vacía. Vacía de gente, pues.





En el principio, al comienzo de todo, dicen que ya estaban los dioses.

Los dioses vivían allá, por donde sale el sol. Nadie se asomó nunca por el rumbo de los dioses.

El dios Tamagostat era varón y guardaba la luz del día.

De sus manos venías todas las cosas buenas y también todas las cosas buenísimas.

La diosa Cipaltonal era mujercita y guardaba la noche.

O más que todo: guardaba el momento de la noche en que llega la luz y empieza a ser de día.

Era la guardiana de la aurora.

Cipaltonal era linda, tenía la cara pintada con los colores del amanecer.

Tamagostart se enamoró de ella, se volvío dundito por ella.

Para encontrarla recorrió el cielo a toda hora. Pero no la halló.

Tanto y tanto caminó Tamagostat que todas las nubes se dieron cuenta de que era un dios enamorado.

Un día, una de ellas se apiadó de él y le reveló el secreto: - Mirá, hombre, a la linda Cipaltonal sólo podrás hallarla si te alistás para cuando el sol abra su ojo y deje escapar su primer rayo de luz. Sólo entoces.

Tamagostat hizo posta en las misma nalgas del sol, se desveló, estuvo de vigilancia, hasta que un día, por fin, cuando el sol abría su ojo izquierdo, logró mirar a su amor. y su amor lo miró a él.

- ¡ ¿Ideay? !
- Cipaltonal, te quiero tanto, tanto, tanto...

Entoces, la cara pintada de amanecer de Ciapltonal se puso roja, roja, roja.

Estaba más linda que nunca.

Tan linda que Tamagostat dio un brinco por encima del primer rayo de luz y la besó en, la boca.

- ¡Jodidoooo! -se oyó gritar al sol-.

Así fue. Aquel día el amanecer no fue igual al de otras mañanas. Tuvo tres mil colores nuevos. Colores tan bonitos como nunca se había visto antes y como nunca más se volverán a ver. De aquel beso de nuestro padres nacimos todos nosotros los nicaragüenses.

Leyendas recogidas de http://www.manfut.org/leyendas/leon.html /María López Vigil

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